En efecto, el azar tiene dueño, miles de años de inteligencia dieron con la formula perfecta de controlar el mundo manteniendo un orden a conveniencia, concluí persuadido en la idea.
Por desgracia, no fue este un pensamiento revelador, ni mucho menos, al fin y al cabo yo era un simple joven de veintidós, sin trabajo, de familia humilde, incapaz, deprimido e impotente y no iba a convertirme en un nuevo Conde de Montecristo que se vengaría altivo y solaz, poniendo a Dios por testigo, de esas alimañas que ostentaban las altas esferas del poder y que nutrían a la población de sufrimiento para a su vez nutrirse ellos de placeres a tutiplén, lo cierto es que tan revelador pensamiento dio por hundir mi cabeza en la almohada invocando a los astros en una epifanía rasgada y nauseabunda que me provocó un leve vómito que me tragué, así que me incorporé nuevamente y pasando la mano sobre mi frente esperé a que mis padres durmieran.
Tras unos minutos me incorporé y me senté en la cama, abrí el cajoncillo de la mesita de noche y saqué las pastillas de su envoltorio conformando un montoncito suficiente y letal. Respiré profundamente y las engullí una a una para momentos después, colmado de ansia y desesperación, tragármelas en grupos. Necesité medio litro de agua, agua ligera, decía el envase etiquetado con sonrisa de mujer.
Me tumbé nuevamente en la cama y esperé dejando que mi pensamiento fluyera libre por última vez, abandonándome por completo a Morfeo. Entonces fue cuando caí muerto de sueño.