El por qué de @lamirada

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Fotografía de Engine Akyurt

Todos tenemos un punto de inflexión, un momento que cambia nuestra vida o nuestra forma de entenderla. A veces es un paso tranquilo hacia la madurez y otras un terremoto que hace que se tambaleen los cimientos de tu yo más profundo.

A mí ese momento me llegó con 29 años.

Hasta entonces había llevado a cabo mi plan vital sin grandes incidencias. Era médico, acababa de terminar la residencia de psiquiatría, llevaba cuatro años saliendo con un compañero de residencia y tenía una niña de un año con él.

Pero las cosas nunca son lo que parecen.

De puertas para fuera, mi pareja era ese médico ideal, deslumbrante, adulador, que caía bien a todo el mundo e hiciera lo que hiciera, siempre sabía lo que decir.

Un día se dejó el móvil en el sofá, cosa rara porque lo llevaba siempre pegado como un tesoro.

Mi hija de un año lo cogió y se puso a jugar con él, con tan buena suerte que abrió una conversación de WhatsApp que revelaba lo que en realidad no me sorprendía para nada. Al ir a quitárselo para que no se le cayera, lo vi.

Todavía me sentí mal por estar mirando su móvil y salí de la conversación de manera instintiva. No obstante, aquello fue peor, porque aparecieron una decena de conversaciones con mujeres desconocidas. Así que lo apagué y me tomé un par de días de reflexión silenciosa. Después tomé la decisión de dejarle.

En sí la ruptura no fue lo peor. Él tardó una semana aproximadamente en "rehacer" su vida. Pero yo había vivido durante cuatro años situaciones que me hicieron mucho más daño que las supuestas infidelidades.

Estaba más triste de lo que recordaba haber estado nunca. Cuando despertaba por las mañanas me sobrevenía una enorme angustia y la idea de no querer estar en el mundo. Se me olvidaba comer, ni siquiera pensaba en ello, pasaba un día entero y creía que había comido, pero no. Perdí unos 18 kilos en un par de meses.

Curiosamente a casi nadie le alarmó mucho, es más, recibí halagos por estar tan delgada que no podía sentarme sin que me doliera el coxis, porque me sentaba sobre mis huesos.

Por suerte estaba trabajando en una Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria. De modo que yo tenía un IMC de 17 y mis pacientes, de 15. No estaba tan mal, después de todo.

Cada semana hacia terapia a una chica de 20 años con anorexia y controlaba que no perdiera peso. Apenas comía nada y se pasaba el día caminando por la ciudad, llegaba a hacerse más de 20 km diarios. Estaba tan al límite que en la última cita le prohibí caminar bajo amenaza de ingresarla si perdía más peso.

Lo que ella no sabía es que yo también pasaba horas caminando sin rumbo, por la misma ciudad, huyendo de todo aquello en lo que no quería pensar. Me salvaba que tenía que recoger a la niña en la guardería, así que mi tiempo de caminatas era limitado.

Y el destino quiso que una tarde de aquella semana, cada una en medio de su absurda caminata, nos encontráramos de frente. Claro que, ella no sabía lo que estaba haciendo yo.

Se sintió avergonzada, se excusó de mil maneras... Pero la que interiormente se sentía peor era yo.

En ese momento me vi del otro lado de la mesa, pero también me sentí más cerca de lo que nunca antes me había sentido de un paciente. Entendí que yo también era vulnerable, que todos lo somos, y que todos viajamos en el mismo barco.

Ha pasado el tiempo y hoy doy gracias por haber vivido todo aquello, porque sé que me cambió para mejor.

Me hizo más sensible y más empática...tanto que a veces se hace complicado separar mi vida de la del otro... Pero aprendí a mirar cómo si ya no tuviera la bata puesta, incluso con ella.

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