La verdad es que no era un alumno ejemplar pero salvaba el año lo que me permitía disfrutar de unas tranquilas vacaciones, por suerte sin Santillana, en la aldea gallega en la que nacieron mis padres, vivieron mis abuelos y murieron mis pollas. En realidad fue en el trayecto, tras mil kilómetros de carreteras secundarias, en un alto al camino las bajamos de la baca del coche y lo que fueran pollitos comprados en Barcelona se convirtieron en guiñapos desplumados. No pude colmar mi ilusión de convertirlas en gallinas. Hijo. Me dijo mamá, no llores. Y desconsolado quise pensar en una gesta con tintes épicos, donde las pollas sin cresta murieron en combate y no hacinadas en una granja para acabar rotando en un eje mugriento a la brasa. Esas pollas fueron enterradas con dignidad en una misa de a cuatro.
De nuevo en la escuela, como un grumete, prestado a la ventura navegué en la Pinta, la Niña y la Santa María hasta el despertar sexual. Fue con Sonia, mi vecina y compañera de clase que con la excusa de un juego solíamos acabar debajo de la cama jugando a otro más divertido. Benditas erecciones. Entonces no sabía que en su demolición iban a llevarme a la tumba.
Los fines de semana papá nos llevaba al cine. Mi hermana era una alumna ejemplar y siempre la premiaban con una doble sesión en un cine de barrio. Tú hoy no vas. Me decía mamá. ¿Por qué? Hasta que no mejores en matemáticas no hay cine. Respondía papá. Mierda. Gritaba. Y me iba al cuarto a llorar.
En una de estas sesiones tuve el honor de conocer al gran Chaplin con su inimitable bastón, sus grandes zapatos, su gracioso bombín y esa mirada que era pura melancolía y espejo de mi pasión. Se estaba fraguando un sueño, una vocación. Quería ser actor cómico. Por supuesto mejoré en matemáticas y al premio cayeron títulos como Vida de perro, Luces de la ciudad, el Circo y el gran Dictador. Ese payaso de escueto bigote era mi ídolo y quería hacer lo mismo que él. No se lo dije a nadie ni mucho menos a mi familia. Era inconcebible, no tenía sentido, era como pedirle a un cerdo que volara y cantara un bolero. Disculpe señor cerdo. Dígame muchacho, que desea. Le importaría bailar y cantarme un bolero a la luz de la luna. Imagine el lector si le digo a papá. Quiero ser cómico, dejar el colegio y empezar una nueva carrera en el circo.
Al paso de los años y apunto de besar el bachillerato la madre de mi vecinita murió fundida por un cáncer de páncreas irreversible, su abuela se la llevó a León y ya no volví a verla ni a ella ni a sus juegos de doctor. Poco después murieron mis abuelos ya cansados de luchar como las pollas que nunca tendrían cresta pero si misa. El temor de lo efímero, intruso e involuntario, difuminaba impío el rosa de mi mundo. El miedo empezaba a calar en mi punto. Voy a comprar un paquete de celtas, decía papá a las doce de la noche. Vaya horas de ir, pensaba, temiendo que jamás volvería como cuando mamá me decía que iba echar la basura también a las tantas de la noche. Tenía miedo. Yo era un niño muy cariñoso y como tal impresionable y asustadizo. ¿Qué le íbamos a hacer? Tampoco lo elegí.
A salto de mata quise olvidarme del miedo vendido a diversos rituales. Contaba hasta diez y respiraba hondo. Me santiguaba tres veces e incluso me lavaba las manos siete veces antes de acostarme. Lo hacía siempre, cada día, en soledad, liberando ansiedad como quien caga o quien mea. Era mi secreto y nadie lo sabría jamás. Tenía un sueño secreto, ser cómico, y otro velado que acallaba mi ansiedad. De todas formas iba por el buen camino, delineado a punta fina y de cabeza al Bachillerato, había formado un grupo de amigos y me dejaba llevar como lo hace el escritor de talento ante el papel en blanco, escribiendo mi vida, una vida normal, la vida y nada más de uno más entre un millón.