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Las pollas sin cresta
Dicen que cuando se nace se empieza a morir. Yo nací un veinte de enero de mil novecientos setenta y dos en un famoso hospital de Barcelona ciudad. Desgañitado en el llanto, fustigado por el lacerante roce de la realidad y sin pedírselo a nadie me sacaron de cuajo del vientre de mamá al arroyo despiadado de la vida. Mis padres decidieron llamarme Carlitos por un simple motivo, les gustaba el nombre. Nací rodeado de cariños, mimos y caricias en una modesta familia de emigrantes gallegos afincada en la próspera Barcelona, capital mercantil y costera. Tres miembros la componían, mi madre, mi padre y mi hermana Beatriz, cuatro años mayor que yo. Hubo otro hermano pero solo vivió un minuto, si apenas llega, ya que nació estrangulado con el cordón umbilical la madrugada de un verano en Caracas doce años antes de que yo empezara a morir en Barcelona y ocho antes de que mi madre le diera la luz y más tarde el pecho a Bea ya en la ciudad condal.
Al parecer mis padres eligieron la provincia catalana por consejo de uno de sus seis hermanos, en concreto de mi tío Damian, afincado desde algún tiempo en la urbe y entusiasmado con la idea de recibir a un familiar que le ayudara en sus negocios. Con clara intención de medrar, padre y tío, montaron un bar de tapas gallegas y vino turbio. La prosperidad duró tres semanas y un pico ya que un insensato cliente murió en el retrete del local de una apoplejía intentando evacuar quince raciones de pulpo picante. Fue mi madre quien lo encontró, al parecer el hombre llevaba más de una hora en el excusado. Mamá, que trabajaba de cocinera, se acercó con sigilo al lavabo y abriendo la puerta se encontró a la criatura entumecida, con una parálisis en el rostro e intentando taponar con la mano un coágulo de sangre que brotaba de la carótida, aterrada fue a buscar a papá pero cuando regresaron ya estaba muerto, sentado en el retrete, con la cabeza gacha aún goteando sangre sobre unos viejos, sucios y raídos calzones. Esa vez fue la sangre la que colmo el vaso y no la gota como siempre decía mamá.
Mi padre no quería más riesgos, tenía una mujer guapa y limpia, una hija preciosa a la que alimentar y otro en camino que se llamaría Carlitos. Asesorado por un amigo se sacó el carnet de taxi y en poco tiempo pudo comprarse la licencia, la misma que le convertía en autónomo, independiente y disciplinado trabajador. No sería rico pero viviría tranquilo pese al lumbago y el apabullante tráfico de la condal. Con el dinero que ganaba tanto yo como Beatriz tuvimos la relativa suerte de ingresar en un colegio privado a cinco minutos de casa.
El Colas Hernán no era más que un colegio forjado en los setenta de un barrio llano y sencillo donde la educación y el servilismo eran virtudes indudables ya fueran ciertas o impostadas, un pequeño microcosmos de los tiempos que corrían y que no han cambiado tanto de los que ahora corren. Al principio me costó entrar, yo no quería ir a la escuela, no entendía porque tenía que ir a un sitio forzado, obligado, arrastrado de las orejas, ya empezaba a no decidir, los dados de mi vida ya estaban echados y solo mi instinto me daba ciertas alarmas de que algo no iba bien, además de las orejas siempre rojas y cada vez más deformes. Lloraba como un verraco ante la idea de perder de vista a mamá para ver a un profesor calvo y con gafas y a una señorita gorda y otra triste y huesuda que con bata azul a cuadros y un lazo rosa escotado se suponía iban a hacer de mí un hombre hecho, derecho, de oficio y beneficio. Tras fuerza de voluntad y más coscorrones acabé regalándole mi rebeldía a la resignación y sin quererlo ya estaba adaptado en el centro, rodeado de amigos y algún padrenuestro, garabateando caras en pupitres de vieja madera y cantando mentiras tralará ante el retrato del Rey de la patria. La hora del recreo era lo mejor, aún me asombro de la capacidad que teníamos para vivir una aventura colosal en un pequeño patio, adornado en su centro, por un mustio limonero y una fuente sin agua.