En remotos pueblos del este se habla de ella cada vez que el cielo se enfurece y llora.
Dicen que el viento se torna iracundo y las nubes se interponen al sol y la luna.
Y todo se vuelve augurio de catástrofe.
Dicen que si miras el rato suficiente, puedes ver su rostro devolviéndote la atrevida mirada que le lanzas.
La artífice de las tormentas, sale en la busca de sacrificios multitudinarios.
Y el cielo se ilumina de plasmas hirviendo que se precipita, aleatoriamente, sobre puntos concretos del suelo.
Elimando la vida y el color de todo lo que alcanzan.
Fantasmas furiosos del esqueleto de delgados árboles.
Largas agujas de exterminio divino y para los divinos.
Los que logran guarecerse el tiempo suficiente y tienen tiempo de observar la catástrofe, explican que las nubes se materializan momentáneamente en cuerpos que, con arcanos y mistéricos movimientos, provocan más aún a una bóveda celeste ebria de fervor bélico.
Y segadas tantas vidas, humanas, bestiales y vegetales, se conglomeran en un horrible tornado que recuerda a un rostro furibundo que escapa dando las últimas sacudidas de muerte.
Luego, sólo una fría lluvia.
Y sólo deja la desgracia y la ceniza.
Hasta la próxima necesidad de sacrificio.
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